Misiadura

Yo estaba esperando para cruzar. Una señora se me paró al lado. Sentí su presencia antes de verla, en realidad. Yo estaba mirando hacia la derecha, de donde vienen los colectivos, para ver cuándo podía cruzar. Pero sentí su presencia, y me dí vuelta (si tuviera que explicar por qué me dí vuelta, diría solamente que sentí su presencia, pero eso es absurdo.)

 

Noté que me hablaba, y percibí, en la cara, en las facciones, en los gestos, que algo me pedía. En el segundo que me llevó quitarme un auricular para poder escuchar lo que decía, tuve una sucesión de imágenes y sensaciones.

 

Recordé, principalmente, aquellas épocas, años ha, en que no teníamos ni para un sámbuche ni una birra ni una coca ni nada. Parábamos en la esquina del colegio, después de clases, a matar el tiempo. A veces queríamos una coca, a veces una fesca, a veces, comer algo. Nunca nada más que eso. Con mjucha educación y respeto (y esto es muy en serio) le pedíamos a la gente que pasaba, una moenda.

 

Todos pedíamos (éramos un grupo reducido), pero yo era de los que más tenía que pedir, porque era de los que más conseguía. Mi aspecto era —aplíquese aqué el estereotipo, crítica, o lo que se desee, al modelo social imperante y bla— más respetable que el de mis amigos, incluso dentro de mi estética punk, y sabía «hablar» (tenía un tono educado y ponía toas las «s» y esas cosas, idem anterior), y me acuerdo de siempre rematar, fuere con o sin el dinero, muchas gracias, y disculpe, eh? gracias. Pedíamos diez centaovs, me acuerdo. No era mucho, pero era algo. Un refresco saldría algo así como uno veinte, uno cincuenta, algo así. Hacían falta quince personas, sí, pero teníamos tiempo...

 

Me acordé porque realmente no teníamos plata, por eso pedíamos. No era que la gastábamos en giladas, no era que fuéramos —o hiciéramos— malos, ni nada: queríamos tomar o comer algo. (muchas veces comprábamos 100gr de pickles en el alamacén de la esquina, que era lo más barato, y con eso engañábamos el estómago).

 

De todo eso me acordé en el medio segundo que me llevó ver la cara, y sacarme los auriculares (me llamó la atención qué petisa era la señora, especialmente al lado mío, que soy alto), y escuchar, entonces, final y claramente, su pedido: ¿No tenés cinco pesos?

No tengo, disculpá, le dije, y crucé la calle.

Por Tres Monedas © 2009
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