Una imagen triste

Una imagen triste

Ocho de la mañana, Instituto del profesorado. Quien suscribe y algunas otras víctimas, esperando para rendir examen de Historia.

Y las situaciones de examen son así: sacan de uno un costado muy peculiar. Algunos están nerviosos, otros no; algunos tienen hambre, otros no; algunos tienen miedo, otros no. Algunos estudiaron, otros no. Tras un breve y anunciado retraso, llega la profesora, y nos pide a los presentes que esperemos afuera. Salimos.

Somos cinco. Empieza la típica ronda de preguntas y repasos inútiles, clara muestra de que el Sindrome de Caprex se encuentra ya avanzado. Los demás rinden Inglesa, yo rindo Norteamericana; ellos hacen sus preguntas y sus repasos; yo los miro, y muevo la patita impaciente. Y los miro. Y porque los miro, noto que una de las tres chicas del grupo insiste, sistemáticamente, en tocarse el pecho.

Más que el pecho, yo diría “los pechos”. Las primeras veces pasa, disimulado en un gesto del tipo “ay, qué alivio!”(la mano abierta suavemente apoyada sobre las primeras tres costillas), pero con el tiempo se vuelve evidente que no se trata de un gesto, sino de un movimiento deliberado. Por supuesto, me intrigo. y presto atención.

El resto de la gente sigue como si nada, y yo sigo la conversación, y también estoy pensando en mi examen, pero no puedo dejar de pensar que esa mina no deja de tocarse las tetas. Quiero saber si estoy en lo cierto, o si tiene un problema inesperado alla House; quiero saber por qué se toca, quiero saber si sabe que se nota, quiero saber si alguien más lo nota y, como yo, disimula. Quiero saber. Porque la mina no deja de tocarse las tetas.

Con el correr del tiempo, que en realidad no son más que escasos minutos, noto (la práctica hace al maestro) que se trata en realidad de una especie de “palpación existencial”. Que no es ni más ni menos que aquello que hacemos todos los hombres al despertar: un movimiento casi instintivo, acompañado de un inocente y estúpido “¿Está?”. En suma: que pareciera que la chica se toca las tetas para estar segura de que no se le cayeron.

Y entonces pasan unas amigas de ella, y se ponen a hablar, y yo tengo más que nunca que fingir indiferencia, y concentrarme en Historia. Y lo hago. Pero por el rabillo del ojo, no puedo dejar de ver que la chica, mientras habla con sus amigas, se toca las tetas. Nada más que ahora, además, se las mira. Y cada tanto, ella y las otras, me relojean, como para asegurarse de que mi atención está puesta en la Historia y no en las tetas.

Y entonces, entre lo que veo por el rabillo del ojo y lo que escucho por un recoveco orejeril, entiendo todo: la mina se hizo las tetas. La mina, que no llega a los cinco lustros, y que viene hoy a rendir Historia, se hizo las tetas. Y mientras estamos todos nerviosos y preocupados por nuestros finales, ella les cuenta a sus amigas los detalles de sus tetas nuevas, y se las toca.

Y capaz que lo más triste del asunto es que la mina no está buena, y que no era sensual verla tocándose las tetas con el miedo de que no estuvieran o hubieran disminuido su tamaño, y que en lugar de portarlas orgullosa, miraba de reojo para chequear que yo no estuviera prestándole atención. 

O capaz que lo más triste del asunto era que se había hecho las tetas y no se notaba: eran pequeñas, módicas, cualunques.

O capaz que lo más triste de todo es que ella tiene sus tetas nuevas, y a mi me fue mal en el final de Historia Norteamericana.